MEMORIAS DE MI PADRE, ROQUE ARAGÓN DE LA PEÑA
(por Matías Aragón Gómez)
Tendría
yo la edad de 10 años, cuando un día del otoño de 1752 mi padre, Francisco
Aragón Valiente, tuvo la mala fortuna de caer en un profundo sueño bajo la
sombra del imponente meco del Ejido, del que nunca volvió a despertar. Así fue
como nos dejó a mi madre (Alfonsa de la Peña Flores), a mi hermana Isabel -que
dos meses después le acompañaría- y a mí, en este mundo.
Fue
entonces cuando mi madre cogió las riendas de los pocos sustentos con los que
nos mantenía mi difunto padre: la cría de seda y la venta de leña. En ese
tiempo, mi tía materna María, también enviudó y sin más familia que la mía,
vino a vivir con nosotros.
La situación en casa no era muy
próspera, ya que entre los diezmos del clero y los derechos que debíamos pagar
a la Señora Condesa de Oropesa, a penas nos quedaba algún maravedí para
conseguir algo que llevarnos a la boca.
Al poco de cumplir los 13 años y
viendo que la situación en casa no mejoraba, me incorporé -previa mediación de
mi madre- como aprendiz de zapatero con mi tío paterno Antonio, ya mayor y sin
hijos a los que poder legar su oficio. La etapa de aprendizaje no fue fácil, ya
que me tuve que armar de paciencia para soportar las continuas riñas del “jefe”
(así llamaba cariñosamente a mi tío) las veces que mi método no le convencía.
Con todo y con eso, yo sabía que me quería como al hijo que nunca tuvo y lo
hacía por mi bien.
En el lecho de paso a la otra vida,
mi tío me legó su oficio y su zapatería, que no era más cosa que un pequeño
taller de piedra tosca y adobe que se encontraba en la esquina de la calle del
Rayo con el recodo de la Fanela.
Los años venideros fueron
florecientes para la zapatería, tenía clientela de la más alta alcurnia de la
nobleza talaverana. Sin embargo, mi mejor cliente y amigo fue mí vecino
Fernando Gómez de Rodrigo, que por aquel momento ostentaba la utilidad de la
mina de arena. También hice muy buenas migas con su hija Teresa Gómez Bonilla.
Corría la primavera de 1769 cuando
contraje matrimonio con Teresa, nos mudamos a nuestra nueva casa (que se
situaba en la esquina de la calle del Cuerno con la calle de la Amargura) y de
esa unión nacieron mis dos amados hijos Matías y Julián, con una diferencia de
edad de poco más de un año entre ambos. Recuerdo que los años siguientes fueron
de los más felices que recuerdo en mi vida, pero fue en el invierno de 1781
cuando el cólera se llevó a dos de las alegrías que tenía para levantarme cada
día: mi hermosa Teresa y mi querido Julián; esto me llevó a pasar largas
temporadas en la taberna y al abandono de mi tan boyante negocio.
Tiempo después, me di cuenta que
Matías tenía una mente brillante y decidí invertir lo poco que tenía ahorrado y
lo que había conseguido por la venta de la zapatería, en enviarle a la capital
a estudiar Medicina. Él fue el único que me dio las fuerzas para no reunirme
con mis alegrías perdidas. Y se lo debía por el abandonó que tuve en mis
funciones de padre hacia él.
Mi momento llegaría a la edad de 51
años, en el que recuerdo como en mis momentos previos a que la muerte me
llevase, mi hijo, el ya Doctor Don Matías, negaba con la cabeza al lado mi
desconsolada madre, mujer que con 70 años estaba más llena de vitalidad que yo.
Ese movimiento horizontal de cabeza quizás quería decir que mis dolores de
pecho no tenían solución. Y no la hubo.
Expiré mi último aliento y todo
acabó.
Autor: Sergio Vázquez Cerro
Consurso: Certamen Literario Juan García de Toledo
Publicación: Libro de las Fiestas 2017, Mejorada (Toledo)
Consurso: Certamen Literario Juan García de Toledo
Publicación: Libro de las Fiestas 2017, Mejorada (Toledo)
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