martes, 19 de diciembre de 2017

Muestra personal (I)

MEMORIAS DE MI PADRE, ROQUE ARAGÓN DE LA PEÑA
(por Matías Aragón Gómez)

Tendría yo la edad de 10 años, cuando un día del otoño de 1752 mi padre, Francisco Aragón Valiente, tuvo la mala fortuna de caer en un profundo sueño bajo la sombra del imponente meco del Ejido, del que nunca volvió a despertar. Así fue como nos dejó a mi madre (Alfonsa de la Peña Flores), a mi hermana Isabel -que dos meses después le acompañaría- y a mí, en este mundo.
Fue entonces cuando mi madre cogió las riendas de los pocos sustentos con los que nos mantenía mi difunto padre: la cría de seda y la venta de leña. En ese tiempo, mi tía materna María, también enviudó y sin más familia que la mía, vino a vivir con nosotros.
            La situación en casa no era muy próspera, ya que entre los diezmos del clero y los derechos que debíamos pagar a la Señora Condesa de Oropesa, a penas nos quedaba algún maravedí para conseguir algo que llevarnos a la boca.
            Al poco de cumplir los 13 años y viendo que la situación en casa no mejoraba, me incorporé -previa mediación de mi madre- como aprendiz de zapatero con mi tío paterno Antonio, ya mayor y sin hijos a los que poder legar su oficio. La etapa de aprendizaje no fue fácil, ya que me tuve que armar de paciencia para soportar las continuas riñas del “jefe” (así llamaba cariñosamente a mi tío) las veces que mi método no le convencía. Con todo y con eso, yo sabía que me quería como al hijo que nunca tuvo y lo hacía por mi bien.
            En el lecho de paso a la otra vida, mi tío me legó su oficio y su zapatería, que no era más cosa que un pequeño taller de piedra tosca y adobe que se encontraba en la esquina de la calle del Rayo con el recodo de la Fanela.
            Los años venideros fueron florecientes para la zapatería, tenía clientela de la más alta alcurnia de la nobleza talaverana. Sin embargo, mi mejor cliente y amigo fue mí vecino Fernando Gómez de Rodrigo, que por aquel momento ostentaba la utilidad de la mina de arena. También hice muy buenas migas con su hija Teresa Gómez Bonilla.
            Corría la primavera de 1769 cuando contraje matrimonio con Teresa, nos mudamos a nuestra nueva casa (que se situaba en la esquina de la calle del Cuerno con la calle de la Amargura) y de esa unión nacieron mis dos amados hijos Matías y Julián, con una diferencia de edad de poco más de un año entre ambos. Recuerdo que los años siguientes fueron de los más felices que recuerdo en mi vida, pero fue en el invierno de 1781 cuando el cólera se llevó a dos de las alegrías que tenía para levantarme cada día: mi hermosa Teresa y mi querido Julián; esto me llevó a pasar largas temporadas en la taberna y al abandono de mi tan boyante negocio.
            Tiempo después, me di cuenta que Matías tenía una mente brillante y decidí invertir lo poco que tenía ahorrado y lo que había conseguido por la venta de la zapatería, en enviarle a la capital a estudiar Medicina. Él fue el único que me dio las fuerzas para no reunirme con mis alegrías perdidas. Y se lo debía por el abandonó que tuve en mis funciones de padre hacia él.
            Mi momento llegaría a la edad de 51 años, en el que recuerdo como en mis momentos previos a que la muerte me llevase, mi hijo, el ya Doctor Don Matías, negaba con la cabeza al lado mi desconsolada madre, mujer que con 70 años estaba más llena de vitalidad que yo. Ese movimiento horizontal de cabeza quizás quería decir que mis dolores de pecho no tenían solución. Y no la hubo.

            Expiré mi último aliento y todo acabó.

Autor: Sergio Vázquez Cerro
Consurso: Certamen Literario Juan García de Toledo
Publicación: Libro de las Fiestas 2017, Mejorada (Toledo)

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