DON MATÍAS ARAGÓN GÓMEZ, ILUSTRE DOCTOR DE LA VILLA DE MEJORADA
(por Teófilo Aragón Gerónimo)
Recuerdo que
mi abuelo Matías me contaba que pronto se quedó sin madre y hermano, Teresa y Julián
creo que se llamaban, por culpa de la enfermedad azul y que su padre Roque,
gran artesano del calzado, hizo lo que tuvo en su mano para criarle y costearle
sus estudios de medicina en Madrid.
Al morir su
padre, de unos fuertes dolores en el pecho, paso a vivir con su abuela Alfonsa
en un caserón en la Calle de la Fragua, donde instaló su consultorio médico en
el que atendía a todos sus vecinos. Pronto contrató a una moza del pueblo que
había cursado alguna lección de enfermería en Talavera, su nombre era Sancha; a
parte de enfermera hacía las labores propias de una secretaria. Al pasar tanto
tiempo juntos en el consultorio se acabaron enamorando, y al poco se convirtió
en mi abuela.
Tuvieron
cinco hijos, de los cuales Adrián, mi padre, ocupaba el lugar central. Mayores
que él eran dos hermanas, Avelina y Marina, y más pequeños que él los gemelos,
Víctor y Carlos. Mi padre y mis tíos eran muy aficionados a la caza, pero el
día de la montería de San Huberto -patrono de los cazadores- que anualmente se
celebraba; mí tío Víctor tuvo un final que nadie esperaba, fue embestido por un
viejo macareno al que acechaba, la bestia le dejo tal golpe en la cabeza que no
volvió a levantarse del suelo. Un duro trance del que la familia nunca se
recuperó del todo.
Mi abuelo siempre me contaba historias sobre su convivencia
con los vecinos. Con la que más me reía, decía:
“Un día, Gervasio el carbonero, volvía al pueblo en estado de embriaguez por el camino de Segurilla. En su vuelta a Mejorada quedó enganchado a una zarza durante toda la noche hasta que mi abuelo de madrugada se topó con él en su camino al pueblo vecino para atender un parto. Al llegar a su altura le pregunto: ‘Buenos días Gervasio, ¿qué haces?’; y él le contestó: ‘Ipp… Hola don Mateo, ipp… aquí ando diciendo ipp… a este hombre ipp… que me tengo que ir a casa ipp… y el tío no quiere soltarme ipp… ¡Dígale usted algo! Por favor ipp…’”
Nuestras carcajadas, acompañaban de lágrimas de risa, nos
duraban largos minutos y al final de las risas nos dolían los carrillos de todo
el esfuerzo hecho.
Tras la
vendimia del año que cumplí los quince, mi abuelo se convirtió en padre, ya que
el hombre que me dio la vida fue aplastado por el mulo en que iba montado con
la uva, tras un tropiezo del maldito animal. Mi abuelo ya había perdido a dos
de sus cinco hijos.
Mis otros
tres tíos jamás se casaron, por lo que yo era la alegría de la casona. Fue a
partir de ese momento cuando mi abuelo comenzó a llevarme al consultorio y así
nació mi curiosidad por la medicina de la que tanto había oído hablar en la
familia.
Con
dieciocho años, mi abuelo me mando con Tomás López Valbuena, un buen amigo suyo
de Santander, para estudiar medicina. Allí estuve durante ocho años
perfeccionando mi técnica hasta que un día antes de Pascua, llegó una carta en
la que se recibí la fatal noticia de que Don Matías estaba postrado en su cama
agonizante. Llegué lo más rápido que pude a la casona, pero él ya no conocía a
nadie, estaba ausente y se asusto al verme. Al cabo de unas horas junto a su
cama, me cogió la mano y balbuceó mi nombre. Yo, con los ojos cristalinos a
punto de romper a llorar, le miré, volvió a murmurar mi nombre, exhaló su último
aliento y nos dejó.
La pérdida
de mi abuelo suscitó gran apenamiento entre los vecinos que el alcalde declaró
dos días de luto oficial. Gracias a mí abuelo muchos de sus vecinos habían
sobrevivido al brote de salmonela que diezmó a la población unos años atrás.
Ante tales
acontecimientos, yo decidí continuar mi profesión tomando las riendas del
legado de mi abuelo atendiendo su consultorio; lo que llevo haciendo hasta el
día de hoy ayudado por mi hijo Leandro, que en un futuro se hará cargo él. Así
espero.
Autor: Sergio Vázquez Cerro
Consurso: Certamen Literario Juan García de Toledo
Publicación: Libro de las Fiestas 2018, Mejorada (Toledo)
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